Hay momentos en el refugio que son especialmente crueles. Uno de ellos es cuando un gato empieza a mejorar: vuelve a comer, se levanta con más energía, hasta te mira con esos ojos que dicen “ya casi estoy bien”. Y de pronto, muere.
Ese cambio que a veces llaman “la mejoría antes de la muerte” es una trampa para el corazón. Una ilusión que nos hace creer que todo va a estar bien, que ya lo logramos, que podemos respirar. Y de repente… el silencio. El cuerpo tibio que ya no se mueve. La esperanza que se quiebra.
Nunca he sabido exactamente por qué pasa. Tal vez es el último esfuerzo del cuerpo antes de apagarse. Tal vez es un respiro para ellos. Pero para nosotros, es un golpe inesperado. Un “¿qué hice mal?”, aunque hayamos hecho todo lo que podíamos en ese momento.
También están los que parecen sanos, estables, normales… y mueren sin aviso. Un gato que comía, jugaba, dormía bien, y de pronto cae. No hay fiebre, no hay signos. Nada que nos haya dado tiempo. Y ahí la culpa grita más fuerte: ¿cómo no lo vi?, ¿qué se me pasó?, ¿qué más tenía que hacer?
Y los bebés… Hay bebés que nacen en el refugio, que tienen a su mamá al lado, que están en un lugar limpio, tranquilos, sin peligro. Piensas que cuidando a la madre ya está todo cubierto, que con calor, comida y atención es suficiente. Y aun así, uno de ellos muere. O varios. De repente. Sin razón aparente. Y uno se queda mirando ese cuerpito sin entender nada. Porque hiciste todo. Todo lo que estaba a tu alcance. Y no fue suficiente.
Y también los huérfanos, que llegan fríos y débiles. Y cuando por fin consigues una nodriza —una gata buena, con leche, con paciencia—, piensas "ahora sí".... Otras veces los atiendes con todo porque no consigues mamá sustituta, pero te conviertes en madre y los alimentas cada pocas horas, sin dormir y con amor, según el ritual que haria una gata, entonces los ves que empiezan a engordar y crecer y crees que todo está superado....
Pero no. A veces no. A veces, a pesar de todo eso, el cuerpo frágil simplemente no puede. Y mueren igual.
Y duele. Duele muchísimo. Porque ya les habíamos hecho un lugarcito en la esperanza y en el futuro.
Porque pensábamos que iban a quedarse.
Hay días en los que ese dolor se mezcla con el agotamiento. En los que me siento frustrada, impotente, rota. Días en los que me pregunto si todo este esfuerzo vale la pena. Si estoy fallando. Dudo de mi pasión, me siento sola con la culpa, aunque sé que hice todo lo posible. Pero la culpa igual se sienta a mi lado.
Este camino escogido aunque esté hecho de amor, exige una fuerza emocional que no siempre tengo. Hay que aprender a llorar y seguir. A perder sin volverse de piedra. A ser fuerte sin dejar de sentir.
No hay escudos que protejan del duelo cuando se hace rescate con el corazón. Solo una especie de músculo interno que se va formando con cada pérdida, con cada “no lo logramos”, con cada despedida inesperada. Un músculo que no te vuelve insensible, pero sí un poco más resistente. Lo justo para poder seguir cuidando a los que aún están.
Y lo sigo haciendo. Porque por cada uno que se va, hay otros que todavía tienen una oportunidad. Y porque mientras vivan, muchos días o solo un día más, merecen amor, compañía y dignidad. Aunque yo me rompa un poco por dentro.
Comentarios
Publicar un comentario