Se siente en el ambiente. Se ve en cómo dejan de jugar. En cómo uno se queda quieto, o no quiere comer, o empiezan los ojos a llorar y la mucosidad.
Ahí sé que el virus está otra vez entre nosotros.
No siempre viene igual, pero ya lo conozco. A veces es calicivirus, a veces rinotraqueítis, a veces los dos. No necesito pruebas de laboratorio para saber qué es. Lo veo todos los años. A veces más de una vez.
En un refugio como este, es difícil que no se contagien casi todos. No hay forma de evitarlo del todo. Pero sí aprendí a responder rápido.
Primero, revisar la fecha de la última desparasitación.
Eso es lo primero siempre. Porque si el intestino está mal, todo lo demás falla.
Después pongo homeopatía preventiva en el agua, para todos.
Y muevo a los que están peor. Los llevo a cuarentena. No siempre bien preparado el espacio, pero muevo lo que sea para acondicionarlo y aislarlos.
Sé que no es perfecto, pero en medio del caos, al menos es algo. A veces eso basta.
Tengo la costumbre de vacunar por turnos, cuando hay dinero. No puedo hacerlo con todos al mismo tiempo, pero intento al menos cada dos años. Sé que ayuda, aunque no sea garantía. Entonces, empieza la vigilancia casi obsesiva de los que no tienen las vacunas al día.
Cuando se activa el virus, también se activa mi miedo. Me cuesta dormir tranquila. Me levanto a ver quien tose, quién estornudó, quién respira raro.
Me canso, claro. Me frustro. Y a veces me siento muy sola con todo esto.
Pero entonces uno mejora.
Otro empieza a comer de nuevo.
Y recuerdo que esto ya lo he pasado muchas veces. Que cada vez duele, pero que también salimos adelante.
Aquí no todo se cura.
Pero sí todo se acompaña.
Y eso, aunque no parezca mucho, muchas veces es todo.
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